Creímos que otro mundo era posible. Remarcamos que además necesario. Peleamos contra una globalización que no era más que otra vuelta de tuerca al capitalismo más salvaje, nos empeñamos en no olvidar a las víctimas más flagrantes del sistema, esos países que sostenían nuestro modo de vida occidental con su producción agrícola, con su trabajo sin horarios, con sus vidas, con sus muertes. Nos apoyamos en los logros del pasado, en la sangre derramada que había fructificado en nuestros derechos.
Pero también fuimos cómplices. Nos creímos la mentira del euro y jugamos a hacer burbujas inmobiliarias de jabón, tan tóxicas que destrozaban el paisaje, la convivencia y la poca legalidad que aún existía allí donde se posaban, extendiendo un cáncer de corrupción. Nos creímos burgueses, nos reímos de las luchas antiguas pensando que ya había arribado la utopía, acallamos a carcajadas las voces lúcidas y discordantes, o por lo menos escondimos los oídos en la tierra. Y vivimos así, encerrados entre las horas extras, la hipoteca y Gran Hermano, cada vez más solitarios, egocéntricos y amargados, sin compañeros ni objetivos comunes, creyéndonos felices y propagando la infelicidad en nuestro entorno porque éramos demasiado pusilánimes para aceptar que todo era una farsa. Pusilánimes, sin embargo, con techo, cuidados médicos y alguna posibilidad educativa que, cuando sonaron las alarmas, en lugar de levantarnos, nos arrimamos a la opción más caduca, estrecha de miras, estúpida, egoísta, corrupta y mentirosa (aunque los otros no les van mucho a la zaga) olvidando sus crímenes pasados y el hecho de que fueron quienes sentaron las bases de la debacle actual.
Ahora, en un paisaje agostado, devorado por el fuego y la ambición, sembrado de ceniza, cemento y basura, transitan almas en pena. Han perdido el techo, la asistencia médica es cada vez más o un lujo o una limosna que hay que pedir bien arrodillado, y la educación, cuando alcanza unos mínimos, es pura doctrina. Han perdido incluso el poco derecho que tenían a gobernar sus cuerpos, les han arrebatado la memoria, les han deshauciado hasta de los sueños. Y, aunque muchas de ellas hayan despertado, viendo que la ceguera persiste a su alrededor, se rinden sin presentar resistencia.
Pero no somos víctimas; al menos, en nuestra gran mayoría. La mayor parte de nosotros hemos contribuido a esta cada vez más vergonzosa España con nuestra cobardía, nuestra incultura reivindicada, nuestra pereza y, en los casos peores, nuestro aprovechamiento de las circunstancias. No me dirijo a estos últimos: en una España posible y necesaria, tricolor, justa e igualitaria, ellos mismos verían que no tienen lugar y no tardarían en marcharse. Hablo para todos los demás, los que ya dan la batalla, los que quieren darla, los que no saben cómo hacerlo, los que aún no se atreven y los que aún no creen en ella. Y declaro que sí, existe esperanza.
Estoy de acuerdo en lo malo y discrepo en lo positivo… lo siento.
Tienes razón en que somos cómplices del sistema criminal en el que vivimos. Siempre miramos a los explotados desde lejos, desde el televisor, desde la prensa. Y nos importaba poco o nada. Luego el mal vino a tocar a nuestras puertas y entonces nos vimos con la necesidad de responder a pedradas o, como en la mayoría de casos, a culpar a los inmigrantes por no seguir viviendo el sueño español; porque los tenemos a mano, no están tan lejos como para verlos en la tele. Ahora sí que nos importa una mierda si los explotan, los violan o los matan. Solo nos preocupa nuestro culete.
Y eso me llena de pesimismo ante la esperanza. Aún en el caso de que existiera la más mínima de ella… pasarán años o décadas o siglos hasta que se materialice la caída del sistema. Y creo que será más por la podredumbre de sus cimientos que por la iniciativa de las personas justas.
De todas maneras gracias por alentar la esperanza. Poco más nos queda.
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La esperanza está en nosotros, y en nosotros tenemos que buscarla. Es peligroso generalizar, pienso yo, tanto positivamente como negativamente. Yo me dirijo a las personas conscientes, responsables y empáticas, no a los seres egoístas, perezosos y cobardes. Y en ellos está el germen del cambio. Lo que pasa es que para volver a construir lo que se ha destruido en pocos meses, harán falta muchos años.
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Quizás haga falta destruir para volver a construir. Si un edificio es defectuoso debe derribarse hasta sus cimientos para volverlo a levantar con una base sólida y coherente.
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Pues es justo eso. En su justa y necesaria medida y a quien se lo merezca, con la mínima violencia necesaria y solo en caso muy pero que muy concretos.
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